Todo comenzó en el elevador.
Como si de una película se
tratase, ella entró corriendo al tan reducido y claustrofobico espacio; antes
de que las puertas se cerraran, sin importarle si había alguien más adentro. En
este caso yo.
Su cuerpo se abalanzó sobre el
mío y me pareció que, en aquel momento, el tiempo se ralentizaba.
Su boca quedó a escasos centímetros
de la mía, mentiría si dijera dos o si hubiesen sido cinco, mentiría en la
distancia porque mis labios se sentían besados por los de ella. Su aliento se
introdujo hasta mis pulmones y me hizo sentirla en todo mi ser; cada milímetro cúbico
que respiraba de su aliento, ella se impregnaba más y más en mi cuerpo. Sus
manos recargadas en mi cuerpo se fueron cerrando lentamente mientras taba de
girar su rostro hacia un lado. Izquierdo o derecho, la verdad no lo sé, no lo
recuerdo y en aquél momento no me importó porque justo cuando intentó girarse,
nuestras narices se dieron un fino toque; un pequeño beso travieso. El rubor le inundó el rostro, o
al menos eso pensé cuando mi mirada exploró su angelical y bello rostro,
resplandeciente como ningún otro y, tan solo unos segundos después de mi
inspección, ella trató de establecer algo de distancia entre nuestros cuerpos.
Como si de dos desconocidos se tratase, menuda tontería. En aquél momento ya le
conocía lo suficiente como para declararle mi amor eterno, como para jurar
protegerla hasta que el voraz cuervo de la muerte se apoderara de todas mis
entrañas.
En un acto bastante torpe tropezó
con sus propios pies y en aquella desesperación se sujetó de mi corbata,
jalándome hacia ella.
¿Todo habrá pasado rápido o habrá
sido como un compás de baile bastante peculiar? La verdad es que en aquél
momento lo único que pude hacer es apoyar una de mis manos contra la pared del
elevador y sujetarle con mi otra mano; tensando mi cuello para no morir
ahorcado por quién en tan pocos instantes se había convertido en todo mi
universo.
Así, sujetándole y evitando que
cayera vi sus claros y castaños cabellos chinos caer libremente, atraídos por
el eterno amor de la gravedad. Su rostro de facciones redondeadas, bellas
mejillas, profundos ojos y largas pestañas era la perfección encarnada. Vestía
con un pequeño saco café, una blusa de un tono marfil cubierta por un saco cuyo
color era seguro alguna variante del color del saco; una falda de tonalidad más
oscura y unas botas de color piel cobrizo, altas, escondiendo las pantorrillas
y con un tacón algo discreto.
Sentimos el ligero movimiento de
arranque del elevador y ella me soltó de la corbata, yo le deje enderezarse y
separé mi mano de su curvada cintura.
Miró fijamente a las puertas
del elevador mientras se acomodaba el saco. Un jalón por ahí y otro por allá;
retiró algún polvo –de seguro imaginario– de sus hombres y pasó una mano por
sus marcados chinos. Yo solo acomodé mi
corbata y el cuello de la camisa.
El elevador se detuvo pausando
mi pulso; todo mi cuerpo se volvió de roca y el temor de algún viejo depredador,
que hacía mucho tiempo pensé que había alejado, se apoderó de mí. Las puertas se
abrieron y sus pies comenzaron aquella fatídica marcha.
Vi como el amor podía ser algo
que nace y muere en instantes; lo comprendí y lloró mi corazón. Le vi salir y, por
miedo, cerré los ojos.
Renuncie a todo y me dejé tragar
por la inmensa oscuridad; vi mi cuerpo caer en la cueva sin fondo de la
incertidumbre.
En un arrebato final de locura,
como si de un instinto de supervivencia se tratase, abrí los ojos para
enfrentar valientemente mi destino.
Le vi de espaldas, con una mano
entre las puertas, evitando que me cayera en el tan miserable final al que me
había resignado.
–También te amo… –fue lo que
dijo, con una voz que apenas podría considerarse un tenue susurro.
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